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martes, 2 de abril de 2013

El eterno femenino: Rosario Castellanos

FEMINEIDAD Y FARSA
María de Jesús Gómez Lazos 

                                                                              “¡Somos tan pocas las mujeres mexicanas que hemos pasado a la historia![i]
 
La mujer y el teatro en México han tenido pocos puntos de encuentro. Son pocas autoras, pocas obras; Rosario Castellanos por ejemplo, “Judith y Salomé”, “Teatro Petul”, “Tablero de damas”  y “El eterno femenino”.  ¿Por qué? “no hay otra alternativa, si pensamos que nuestra misión en el mundo es perpetuar la especie[ii]”.  Ante tales circunstancias, nadie puede negar la eficacia, aunque no siempre eficiencia, de las mexicanas.

Castellanos, dedicó mayor porcentaje de su actividad creadora a la poesía, la novela, el cuento e incluso el ensayo; sin embargo, no deja de ser importante su intervención en el teatro, sobre todo con su obra póstuma El eterno femenino. En ella reúne, bajo una capa de humor e ironía; sus preocupaciones y denuncias  hacía la supuesta feminidad nacional.

La obra nace a raíz de la propuesta de Emma Teresa Armendáriz. Quien en una entrevista con Javier Galindo, relata: “desde un inicio me dijo que no sabía escribir teatro. Lo había intentado con dos obras en verso […] pero no estaba satisfecha[iii]”. Rosario juzgaba su propio trabajo,  conocía sus posibilidades y su carácter; quizá por eso eligió la farsa.

Este género “critica los vicios y errores de personajes grotescos que intentan transgredir la norma moral, histórica y social en que se desarrolla la obra, cuya estructura formal es simple[iv]”. La farsa le facilitó a Castellanos jugar con múltiples caras de mujer, con un sin fin de situaciones que van desde la joven que quiere casarse, hasta la prostituta, la  que practica yoga por ser “lo que se usa ahora[v] o la que ingresa al convento “por sentido práctico[vi]. Y todo cupo en su carcajada; incluso el vestuario: 

“El encargado de la decoración. No tratará, en ningún momento, de ser realista, sino de captar la esencia, el rasgo definitivo de una persona, de una moda, de una época. Es aconsejable la exageración, de la misma manera que la usan los caricaturistas, a quienes les bastan unas cuantas líneas para que el público identifique a los modelos en los que se inspiraron sus figuras[vii] 

Caricaturas, así son los personajes en El eterno femenino. Caricaturas que se empeñan en serlo y a fuerza de insistir se tornan realistas; en tanto que son reflejo de la realidad “objetiva”, de la “verdad”. En la misma entrevista con Galindo, cuenta la actriz: “El Teatro Hidalgo se llenó de intelectuales, artistas, poetas y público en general. Pero resulta que la obra es terriblemente mordaz, satírica, donde la gente se moría de risa y se reía de sí misma. Algunas personas se enojaron. Decían que la obra había ofendido a la mujer mexicana[viii]. Como dice el dicho… no duele, pero incomoda.

Lupita, la protagonista, está en el salón de belleza; la van a peinar para su boda. La dueña del salón prueba un nuevo aparato, que se adapta a la corriente eléctrica del secador y produce sueños a las usuarias, “con tal de no pensar[ix]”. Lo estrenan con Lupita, en la modalidad de “¿Qué me reserva el porvenir?[x]”.  El sueño se convierte en pesadilla; los celos del esposo, la madre, los hijos, la amante, el asesinato, la vejez. Ella despierta perturbada pero vuelve a meter la cabeza en el secador; entonces hace un recorrido histórico, desde Eva hasta la Adelita, pasando por Sor Juana, la Corregidora, etcétera. Vuelve a despertar, gracias a un apagón. Su cabello es un desastre, no hay otra solución que pelucas.

La obra consta de tres actos largos. En su estreno se llevaron a escena sólo el primero y tercero, sin detrimento del efecto final; y no porque el paso por la feria y el museo sean irrelevantes,  sino porque cada fragmento tiene su propia fuerza.  Algunas escenas son de tal peso que podrían presentarse independientemente sin problema; tal es el caso de la versión de Eva y Adán, Los Corregidores, La vida matrimonial de Lupita o “La mujer de acción[xi]”. Son cuerpos  enteros en sí mismos, enlazados únicamente por la lógica de los sueños. Eva, la primera, es molde de las otras; como dice el corrido final, esas otras que “infestan la tierra […] serpientes disfrazadas[xii]”.  “La propuesta teatral de El eterno femenino […] fue muy criticable por los difíciles cambios escénicos aparentemente inconexos[xiii]”.

Otra dificultad de montar esta obra, es la diversidad de escenarios; el salón de belleza, la casa de Lupita, los diferentes foros de televisión, la feria, el museo, el paraíso, la casa de Manuel Acuña, la calle, la casa de la usurpadora, etc. A pesar de que se pretenda realizar con austeridad, son tantos los elementos requeridos que la puesta en escena es costosa.

Los personajes son casi inasibles, ni Rosario se tomó la molestia de enumerarlos, so pretexto de “no olvidar/ a ninguna[xiv]. Por mi parte retomaré los “indispensables”: 

Lupita

Una joven mexicana como cualquier otra, de ahí su nombre. No es explícito, pero de niña su mamá le contó, por lo menos Cenicienta y Blanca Nieves; luego conforme pasaron los años fue introduciéndose en asuntos más serios, las siempre familiares y entretenedoras telenovelas. Ha llegado al “día más feliz de su vida”, ¿qué pasará después?, hasta donde sabe “vivirán felices para siempre”, entonces aparece solemnemente la palabra “FIN”; es decir, la muerte.

Pero antes de tocar algo tan íntimo, “dime cómo mueres y te diré quién eres[xv] ¿Quién es Lupita?

Padece una adicción al “té con hojitas de tenme acá[xvi]”.  Esas hojas tienen una peculiaridad, sólo los niños las compran. El mocoso sin hermanos, no es el caso de Juanito, al no tener a quién molestar va con la madre o el padre; ellos muy propios, muy en su sitio, envían al pequeño a comprar “tenéme aquí”,  con la abuela o la tía, alguien desocupado que pueda hacerse cargo por un tiempo del susodicho. Lupita es una niña y una molestia.

Niña porque para obtener su felicidad sigue el programa de los cuentos de hadas y las telenovelas, espera “realizarse como mujer” con el casamiento y la maternidad; después de todo “no hay felicidad comparable a la de ser madre […] aunque […] cueste como en muchos casos, la vida[xvii]”.

Se asume como una molestia y lo es en ciertos casos; para su mamá, Lupita II, Juan, la dueña del salón de belleza, ¡la secretaria! Es una molestia para sí misma, porque no sabe que hacer de su existencia. Recurre a un plan preestablecido, pero éste se agota el día de su boda y por una imperfección de la realidad ella no muere, ni se detiene el tiempo en un éxtasis eterno, la vida sigue en potencia.

¿Qué puede ser Lupita? 

Mamá

Dice Lupita, eco de su madre, “ni más ni mejor de lo que yo fui[xviii]”. Rosario Castellanos denuncia la cadena de imitación que hay en México en torno al modo “femenino” de ser. La mamá de Lupita es Lupita en mamá.

No es niña pero no renuncia a serlo. Ha perdido la inocencia, pues no hay mancha de plasma que valga contra la evidencia de los hijos. Sin embargo, se ocupa en trabajar la forma; el modo más simple es la impotencia, la dependencia, la vulnerabilidad.

Cuanto más pequeños e indefensos son los niños, más lloran. Así, el sufrimiento se convierte en el estado “digno” de ser mujer; “una señora decente no tiene ningún motivo para ser feliz… y si lo tiene, lo disimula[xix]”;  de lo cual podría continuar: o lo elimina con agua salada.

“La que nos amó antes de conocernos se lo merece todo[xx]”. ¿Amó?... En fin, lo importante en esta frase es que se lo merece todo, menos la felicidad; porque la maternidad, para Lupita y su mamá, es un sacrificio.

Pero esta mamá también es feliz, cuando se encuentra viuda, sin el peso de los hijos, y malcriando a sus nietos, en venganza. Es más feliz conforme se acerca a su muerte física. 

Prostituta

La mujer “indigna” también disimula para no “desanimar a la clientela[xxi], tanta es la desdicha…Oculta su voluntad, porque sería menos atractiva con esa característica.

Se trata de una mujer de negocios, conoce las necesidades del mercado y conforme a ellas ofrece su producto. Como buena emprendedora es capaz de renunciar incluso a la fama de serlo, siempre que consiga el éxito; y éste se mide en términos monetarios.

En toda transacción comercial capitalista “el pez grande se come al chico”; el dinero no se crea ni se destruye, sólo cambia de mano. Se trata de “salvajismo de mercado” en pleno. La constitución física masculina es por lo general más fuerte que la femenina; por eso la prostituta requiere “protección”, “vigilancia”, es asunto de vida o muerte y el servicio se paga. Ni modo: gajes del oficio, lo mismo pagarle al Cinturita o a Carstens.

Usurpadora

“La querida. A la querida se la quiere[xxii]. La mujer que enarbola la bandera del amor,  “lo único por lo que vale la pena vivir[xxiii]. Se da toda cuando lo encuentra, sin importar el que dirán.

Pero ¿qué es el amor? No voy a desarrollar aquí este problema, pero ella tampoco lo hizo, apostó sin ver, sin saber; para qué si contaba con “el sexto sentido con que [la] dotó la naturaleza[xxiv]”.  

No es valiente, se tapa con su bandera y le “da miedo dormir sola[xxv]”. En consecuencia no es capaz de encarar a su amante “para que él no se sienta culpable ni asqueado[xxvi]”.

Mientras ella se forja ilusiones, para su amante es una cosa desechable que ni siquiera merece llamarse esposa. 

Celebridad

La mujer con cierta virtud destacable, pero subsumida voluntariamente ante el hombre, sea esposo o representante, o ambas: “si no fuera por él[xxvii] no sería nada. 

Funcionaria

Es una reproductora de discursos hechos. Ignorante, sabe hablar bien sin pensar.  

Astrónoma

La casualidad la ha llevado a la fama, sin suerte sería una soltera más, deslucida, fácil de ignorar y olvidar, un cero a la izquierda.

Los últimos tres personajes están definidos en la obra fuera de Lupita; sin embargo, ella puede ser cada una de ellas, y muchas más, se agotó el programa sin defunciones, Lupita es posibilidad en sí.

Castellanos muestra también su visión de las excepciones, las mujeres que sí ocupan un lugar en la historia de nuestro país. Esto es ficción, pero queda claro que sus motivos fueron distintos, cada una tiene una personalidad diferente, inconfundible: la Adelita es la Adelita y no Sor Juana, ni Doña Josefa es Rosario “la del nocturno”. Son mujeres que inventaron, a pesar de las circunstancias se atrevieron a crearse. ¿Fueron felices? Bastante es que fueron. 

Juan

El macho mexicano promedio, un Juan cualquiera. Se casa y espera de su mujer, no inteligencia, ni siquiera virtud; su preocupación es “¿te gustó?[xxviii]”.  Se impone, reclama obediencia, basa su virilidad en la fuerza por la que obliga: “va a llegar el momento en que no te vas a quejar de lo duro sino de lo tupido[xxix]”.

         Enemigo de su suegra y uno de sus más fieles cómplices; “Lupita, por favor, rápido, dime, rápido, qué es lo que se te antoja para ir a traértelo, pero de inmediato, o antes si es posible[xxx].

         A él no le gustaban los cuentos de hadas, desde chico fue muy hombre; para tratar a las mujeres eso basta.

         “Ni están todas las que son / ni son todas las que están[xxxi]. Lupita no es toda la mujer, ni Juan es todo el hombre. Son sólo caricaturas.  
 

El Eterno femenino es risa, llanto, denuncia… ¿feminista? sí, de una mujer pensando en las mujeres mexicanas; pero tiene un alcance que va más allá de los asuntos de género. Es una o uno (Lupita o Juan, o María o Pedro, o Lola o Emiliano) ante la vida. Ser lo que dicen todos, lo que dicta la costumbre, la censura (“Una trusa color carne -  que ha de producir, lo más posible, una impresión de desnudez[xxxii]”);  o ser lo que se quiere concientemente.

Rosario Castellanos, con el Eterno femenino muestra su visión particular, pero concluye “Lo demás es su problema[xxxiii]”.
 

María de Jesús Gómez Lazos es egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
 

Obras consultadas:

Castellanos, Rosario. El eterno femenino. Fondo de Cultura Económica. México, 1975.

Galindo Ulloa, Javier. La farsa y la mujer mexicana. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 2004.



[i] Rosario Castellanos, El eterno femenino, p. 87.
[ii] Ibíd. p. 189
[iii] Javier Galindo,  La farsa y la mujer mexicana, p. 34.
[iv] Ibíd. p. 18
[v] Rosario Castellanos, Op. cit. 57
[vi] Ibíd. p. 108
[vii] Ibíd. p. 23
[viii] Ibíd. p. 35
[ix] Ibíd. p. 30
[x] Ibíd. p. 32
[xi] Ibíd. p. 169
[xii] Ibíd. p. 203
[xiii] Javier Galindo Ulloa. Op. Cit. p. 37
[xiv] Rosario Castellanos. Op. Cit. p. 204
[xv] Ibíd. p. 54
[xvi] Ibíd. p. 26
[xvii] Ibíd. p. 45
[xviii] Ibíd. p. 62
[xix] Ibíd. p. 39
[xx] Ibíd. p. 66
[xxi] Ibíd. p. 154
[xxii] Ibíd. p. 167
[xxiii] Ibíd. p. 159
[xxiv] Ibíd. p. 159
[xxv] Ibíd. p. 161
[xxvi] Ibíd. p. 164
[xxvii] Ibíd. p. 172
[xxviii] Ibíd. p. 35
[xxix] Ibíd. p. 36
[xxx] Ibíd. p. 43
[xxxi] Ibíd. p. 204
[xxxii] Ibíd. p. 32
[xxxiii] Ibíd. p. 196

martes, 6 de noviembre de 2012

Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes): Eduardo Gorostiza



ACERCAMIENTO AL TEATRO DECIMONÓNICO

Jorge Iván Dompablo Reyes


Don Bonifacio es una comedia en un acto del escritor veracruzano Manuel Eduardo de Gorostiza, cuyo estreno se llevo a cabo en México D.F. en el año de 1833. Esta fecha, ya muy lejana de nuestro tiempo, es una de las razones que contribuyen a la poca familiaridad que tenemos con la obra en sí y también con todo lo que representa el teatro mexicano de aquel siglo XIX.

          Otra de las razones que nos alejan del drama decimonónico es, sin duda, la poca cultura teatral que existe actualmente en nuestro país. Según la estadística del Conaculta, que da a conocer a través del Sistema de Información Cultural (SIC) cuya “información se ha contextualizado y enriquecido con los resultados obtenidos de la Encuesta Nacional de Prácticas, Hábitos y Consumo Culturales 2010, al igual que con las cifras del Censo de Población y Vivienda 2010” [1]; el porcentaje de personas que asisten por lo menos una vez al año al teatro en nuestro país es de 9.8 %, mientras que el porcentaje  de asistencia al cine es de 75.2 %.

          Como vemos en los datos anteriores, existe una diferencia enorme entre estas dos actividades recreativas; de hecho, entre las diversas actividades culturales contempladas como ir a museos, librerías, bibliotecas, centros y casas de cultura, etcétera, el teatro tiene el más bajo porcentaje de asistencia. De allí y de los años transcurridos —casi dos siglos—, que este teatro nos sea ajeno en una primera visión muy somera de él.

          De allí que este trabajo pretende ser una invitación a leer estas obras, y para ello recordemos las palabras que Eduardo Contreras apunta en el prólogo a su antología de teatro decimonónico:

Leer con atención los dramas mexicanos del siglo antepasado nos puede dejar mucho más que una aparente reconstrucción arqueológica de cariño condescendiente  por testimonial: nos puede invitar a devolver a la escena imágenes, situaciones, historias completas cuyo vigor todavía soporta la confrontación con nuestro momento y nos impone un espejo de la vida que reaviva elementos muy esenciales de nuestra identidad, lo mismo en el plano local de reconocer nuestras peculiaridades de mexicanos, que en los mejores casos, en un examen divertido y profundo de nuestra elemental condición humana […] (Contreras, 9-10).

          En Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes) existe un juego narrativo muy interesante; pues esta comedia encierra dos historias que son narradas en diferentes espacios. La primera, que es la historia de la traición de don Roque a doña  Cándida, se representa desde el espacio convencional del escenario teatral; y la segunda, que es la historia de un tal Don Bonifacio, está representada desde el teatro en su conjunto; es decir, se narra desde los espacios que comúnmente solo pertenecen al público, como lo son: palcos, lunetas, patio, galerías. Pero, vayamos por partes y tratemos de ahondar en estas dos historias y la riqueza que guardan.

          Antes de continuar, es importante señalar que la palabra «teatro» abarca un campo muy amplio de conceptos, como lo son: dramaturgos, obras, compañías teatrales, el teatro como edificio, interpretación, etcétera. Por otro lado, es indudable que no es lo mismo leer una obra de teatro que ir a verla; pues al leerla careceremos del contacto directo que se da entre el público y los actores, y entre el público y el espacio, entre otras cosas. Sin embargo, dado que hoy en día es difícil ver representadas las obras de las que hablamos, podemos hacer un ejercicio bastante enriquecedor en torno a la lectura de ellas que consiste en no dejar pasar los detalles que encontremos en una lectura más o menos profunda.

          Así pues, en la primera historia del drama que tratamos, encontramos referencias muy importantes; como lo son ciertos pormenores de la ciencia médica de aquellos años. Don Roque, médico del lugar y esposo de doña Cándida,  nos muestra ,por ejemplo, en qué consistían los tratamientos de la época, pues al buscar un pretexto para salir de casa —para ir a visitar a su amante—, le dice a su esposa que irá a visitar a cierto  párroco que sufrió un ataque de apoplejía, al cual  piensa tratar a base de sanguijuelas  y “[…] si no cede el mal [tendrá] que ordenarle luego, ventosas, cáusticos, sangrías, moxas e incisiones transversales.” (166).
          
Si alguien de nuestro tiempo investiga en qué consisten este tipo de tratamientos seguramente pensará: vaya modo de curar para un medico; sin embargo, si estudiamos un poco la historia de la medicina nos daremos cuenta de que este tipo de prácticas formaron parte de ella.

Otro asunto que nos acerca a la época es el tipo de diversiones a que esa sociedad estaba acostumbrada. Así por ejemplo dice Margarita al llevar a doña Cándida un recado “Mi ama doña Sinforosa, que le besa a su merced las manos y que cómo es que no ha ido todavía su merced por allá  que la casa la tenemos ya llena de máscaras y que sólo se espera a su merced para servir el chocolate y para empezar los sonecitos” (167) Los bailes, en este caso sones, son una marca de época que, si la consideramos en el momento de la lectura, nos hará no solo comprender un poco mejor la obra sino también entender parte de nuestra cultura.

          Estos indicios de la época en que podemos situar el desarrollo del drama, dejan de serlo cuando indirectamente el autor nos da la fecha en que transcurre; esto lo hace a partir de la conversación entre mujer y marido. Pues en ella nos enteramos que la edad de Cándida rebasa los cincuenta años, lo cual, por supuesto, no le gusta a ella que se ventile. Luego, en esa misma conversación el médico nos hace saber el año de nacimiento de ella “¿Cómo quieres que se olvide ese año, si fue el del terremoto de Lisboa?” (166). Nuevamente aquí con un poco de curiosidad nos enteraremos de que tal terremoto efectivamente  ocurrió en  el año de 1775. Por lo tanto si doña Cándida rebasa los 50 años, el año de la fecha es 1825 o un poco más.

Otro asunto que refiere indirectamente un hecho histórico es el de Silvestre, un alférez antiguo amor de doña Cándida al que está cambió por don Roque, lo que provocó que aquel se fuese a la guerra.

Silvestre, aprovechando la ausencia del marido, decide visitar a doña Cándida y, en el encuentro, comenta en un tono cómico: “Qué buena te encuentro. Un poco flaca. Bastante descolorida. Muy aviejada. Con algunos dientes de menos. Y la maldita pata de gallo. Pero por lo demás lo mismo, lo mismo que te dejé ahora hace nueve años.” (Contreras, 173)

En efecto, si la obra transcurre aproximadamente en el año de 1825 y hace nueve que Silvestre partió, el año de su partida será el de 1816, y la guerra en la que por fuerza participó es la de Independencia que, como sabemos, comenzó en 1810 y terminó en 1821.

          Es necesario, para tener una noción de la vida cultural en aquellos tiempos, que antes de comenzar a hablar de la segunda historia que se narra en esta obra, hagamos un breve esbozo de las diversiones de aquella época:

Entre la no muy amplia variedad de diversiones públicas disponibles para la población  novohispana en los últimos años de dominación colonial están las tertulias literarias; un teatro de consumo familiar; las reuniones en cafés donde se discutía de literatura o política; los paseos de día domingo en la Alameda Central que era una práctica casi exclusiva de quienes tuviesen carruaje o pudiesen alquilar uno; las excursiones por la Viga durante la cuaresma; el juego de pelota; las apuestas en los naipes; las corridas de toros, las funciones teatrales en el Coliseo Nuevo y en otros espacios más populares llamados  “guanajas” (Chabaud, 17).

Este último término (guanajas) era utilizado para denominar los lugares en donde se montaban obras teatrales dirigidas al pueblo; es decir, para quienes no tenían recursos económicos que pudiesen pagar las entradas a espacios con características similares a las del Coliseo Nuevo. Pero además, se usaba esta palabra en otro sentido; que era para referirse a las funciones gratuitas llevadas a cabo en los teatros los días lunes y jueves.

A diferencia de lo que es hoy en día, en aquellos tiempos el teatro era una de las diversiones más importantes. Pero, ¿cómo era el comportamiento de los asistentes en estos centros culturales? Vicente Leñero nos da algunos detalles al respecto:

[…]Los espectadores de palcos y lunetas iban a lucir sus mejores atuendos y a establecer relaciones e intercambiar habladurías y chismes; mientras los que ocupaban localidades populares intervenían con muestras de entusiasmo o disgusto en el curso de las representaciones. El público era muy activo. Había silvadores y pateadores profesionales (Los llamados “cócoras”; azote de los teatros, les decía José T. de Cuéllar) que intentaban reventar la función, contra rivales que pretendían contagiar sus bravos o sus vivas al resto de la concurrencia. Resultaba frecuente ver cómo en los coliseos populares los espectadores, en completa libertad, “pedían a gritos dulces y refrescos o agua en el mismo tono de voz de los actores, y algunos más pedían, también a gritos, que determinado actor se quitara los guantes o hiciera tal o cual movimiento, o dejará de hacerlo” (20).

          Este comportamiento resulta muy importante porque en la historia de Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes) vemos que la obra comienza en el escenario, pero llegado cierto momento (en la escena VIII) la representación comienza a darse  en el teatro completo (que es la segunda historia del juego narrativo de que hablamos), pues empieza la intervención de varios personajes ubicados fuera del escenario, como lo podemos comprobar en las acotaciones de la escena mencionada en donde se lee lo siguiente: “Dichos, menos el mozo, y luego Dn. Bonifacio, Dn. Juan, Mr. Plattoff y Doña Josefa. Los últimos cuatro personajes hablan, el primero desde un palco, el segundo desde una luneta, el tercero desde el patio, y el cuarto desde la galería” (176).

De tal forma que la obra que primero se veía en el escenario pasa a un segundo plano. De hecho el personaje de Don Bonifacio; un supuesto ranchero de Aguascalientes que está como espectador de la obra que veíamos transcurrir en las tablas y que interrumpe supuestamente por ser el esposo de una de las actrices del escenario, tomará el papel protagónico a partir de este momento y será, finalmente, quien dicte cómo habrá de concluir la obra interrumpida. Lo cual no solo le da un giro a la obra sino que también establece otro tipo de relación con el público espectador, que de algún modo pasa a ser parte del drama a semejanza de lo que ya ocurría como hemos referido; pero, que  se da en este caso, a partir de la intención del autor de la obra.

Vemos, además, una crítica del autor al teatro que se representa en la época a través de la voz de don Bonifacio; quien ante la pregunta de Juan —otro personaje de la obra que está molesto por la interrupción—: “¿Cree usted, acaso, que hemos pagado nuestro dinero para venir a oír vaciedades?” (177), responde “Tantas veces habrán ustedes pagado su dinero y habrán obtenido el mismo resultado, que no sé por qué ahora lo extrañan ustedes” (178).

La crítica en esta parte también se da al sistema en su totalidad, y ésta nuevamente es a través del singular ranchero, quien dice respecto a su persona:

[…] me eduqué en un colegio de padres de la Misericordia, que me azotaban paternal y compasivamente por mañana y tarde. En seguida he sido meritorio de una oficina once años y cinco meses, sin sueldo, y sin poder obtener jamás ninguna de las plazas que vacaban y me correspondían, porque siempre se atravesaba algún sobrino del contador o algún primo de la comisaria que me las birlaban… gracias a esa inmensa parentela que tienen por lo regular todos los jefes de oficina […] (179-180).

Hemos visto que existen muchos elementos que el lector de una obra puede aprovechar para enriquecer su lectura, para conocer más de su historia o de otras latitudes; es por ello que lo invito a leer esta obra en especial y el teatro mexicano decimonónico en general.


Jorge Iván Dompablo Reyes está matriculado en la Licenciatura en Lengua y Literauras Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.




Notas

Obras consultadas
Chabaud Magnus, Jaime. (Estudio introductorio), Escenificaciones de la Independencia (1810-1827). Col. Teatro mexicano historia y dramaturgia XII. México: Conaculta, 1995.
Gorostiza, Eduardo. “Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes)”. En: Contreras Soto, Eduardo. (Selección y prólogo), Teatro mexicano decimonónico. Col. Los imprescindibles. México: Cal y Arena, 2006.
Leñero, Vicente. (Estudio introductorio), Dramas sociales y de costumbres (1862-1876). Col. Teatro mexicano historia y dramaturgia XVII. México: Conaculta, 1994.
Robles de la Cruz, Brunilda. Historia de México I. México: Editorial Cátedra. 1995.